La intervención militar de Estados Unidos en la República Dominicana que comenzó el 28 de abril de 1965 fue objeto de numerosas condenas en su momento, tanto en América Latina como en Estados Unidos. Su propósito fue evitar una segunda Cuba, pero las autoridades norteamericanas, en especial el presidente Lyndon B. Johnson, fueron mucho más allá de los hechos objetivos al especular sobre la posibilidad de que los comunistas se hicieran del poder. El imperativo de evitar esa segunda Cuba distorsionaba su capacidad de reunir información veraz y analizarla.
Con el paso del tiempo, sin embargo, muchos en Washington empezaron a considerar la intervención en la República Dominicana como un éxito. Su argumento era que se habían logrado los cuatro objetivos propuestos: proteger a los ciudadanos estadounidenses y de otros países, detener la violencia, impedir una posible toma comunista del poder y restaurar los procesos constitucionales para bien del pueblo dominicano. Para dichos analistas, el episodio fue una demostración de poder de Estados Unidos que proporcionó enseñanzas prácticas sobre el uso eficaz de la fuerza. Esta opinión acerca de la operación dominicana pasó a ser una conclusión a la que Washington arribo sin el suficiente análisis.
Exactamente 50 años después de la invasión, ha llegado el momento de refutar esa idea tan prevaleciente.
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Los costes de la intervención de 1965 no se han calculado debidamente. Los costes humanos y materiales fueron importantes, pero fueron los costes intangibles los que fueron especialmente elevados. La intervención en la República Dominicana redujo las probabilidades de éxito de las reformas pacíficas que muchos funcionarios estadounidenses deseaban ver en América Latina. Algunos conservadores latinoamericanos –sobre todo en Centroamérica– llegaron a la conclusión de que Estados Unidos no iba a permitir que triunfaran los movimientos reformistas. Muchos de los latinoamericanos comprometidos con el cambio democrático se convencieron de que Estados Unidos iba a oponerse incluso a esas reformas, y que por consiguiente valdría la pena unir fuerzas con la extrema izquierda.
La intervención dominicana tuvo también graves consecuencias dentro de Estados Unidos. La escandalosa falta de transparencia del gobierno de Johnson agravó la desconfianza entre la administración y muchos líderes de opinión, contribuyendo a la crisis de credibilidad que acabó inspirando la reacción estadounidense ante Vietnam.
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Donde más serios fueron los costes intangibles fue en la República Dominicana. La intervención intensificó la fragmentación política y la dependencia de Estados Unidos, e hizo más difícil el desarrollo de instituciones políticas efectivas. Irónicamente, una de las principales contribuciones resultó de la reforma inmigratoria de ese año en EEUU, cuya consecuencia fue un aumento de la inmigración dominicana, con el consiguiente flujo de remesas, experiencias e ideas.
En el caso de la República Dominicana, varios aspectos singulares ayudan a explicar la facilidad con la que Estados Unidos pudo terminar la ocupación. Dos reconocidos líderes políticos –Juan Bosch y Joaquín Balaguer—contribuyeron a resolver la crisis mediante la convocatoria de nuevas elecciones. La excepcional prudencia mostrada por el presidente provisional, Héctor García-Godoy, y el embajador estadounidense, Ellsworth Bunker, permitieron la rápida partida de las fuerzas norteamericanas. Si después Estados Unidos hubiera enviado sus tropas a Haití –que no tenía instituciones ni grupos políticos sólidos, ni figuras políticas de peso–, habría sido más difícil partir, como sucedería posteriormente en Irak y Afganistán.
La experiencia dominicana indica con claridad que Estados Unidos necesita diseñar métodos alternativos para perseguir sus objetivos, sobre todo ayudando a fomentar el desarrollo político, social y económico de los países y territorios más cercanos geográficamente, con los cuales el país está tan estrechamente relacionado.
La enorme diferencia entre las relaciones de Estados Unidos con sus vecinos más próximos y el resto de sus relaciones internacionales ha sido evidente desde hace mucho tiempo, pero ha adquirido especial importancia durante los últimos 50 años. Las nociones históricas de soberanía significan cada vez menos, aunque se sigan proclamando a voces.
Los problemas derivados de la creciente interacción de Estados Unidos y sus vecinos –tráfico de personas, drogas y armas, inmigración, medio ambiente, salud pública, turismo médico y prestaciones sociales y de sanidad transferibles, catástrofes naturales, política policial y vigilancia de fronteras– son retos especialmente complejos para las dos partes. Estas difíciles cuestiones, internacionales e internas al mismo tiempo, se complican aún más en los países con muy escasa capacidad estatal –Guatemala, Honduras y Haití en particular–, con quienes se hace aún más necesario mantener una estrecha cooperación por el bien de los pueblos de ambos lados, una necesidad que crece año tras año.
Cincuenta años después de la intervención de 1965 en la República Dominicana, producto de la obsesión de Washington con Fidel Castro, no solo ha llegado el momento de tener una relación de mutuo respeto con Cuba sino también de desafiar otras mentalidades enquistadas y encontrar respuestas más creativas a la persistente interdependencia entre los países de la Cuenca del Caribe y Estados Unidos.
Este artículo fue publicado inicialmente por El País .
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